Para empezar, supongo que alguna vez habréis salido al campo con una cantimplora de metal. El agua que contiene debería ser incolora, inodora e insípida, pues es solo agua. Sin embargo, no sabe igual tomada de la cantimplora metálica que del manantial, o de una botella de cristal. Si la bebéis de la cantimplora metálica, tiene un sabor muy peculiar. ¿Sabe dulce o salada? La verdad es que no. ¿Sabe ácida o amarga? Tampoco. ¿Entonces? Pues sabe metálica, ni más ni menos. El metálico es un sabor distinto de los cuatro anteriores, que se detecta principalmente en la línea que recorre sagitalmente la lengua (por el centro, desde la punta a la garganta, más o menos). Es el sabor de la sangre, de los cubiertos viejos de casa de los abuelos, de los sacapuntas metálicos que de niños muchos nos llevábamos a la boca. Y también de ciertos alimentos, como las alcachofas o los espárragos (que tan mal maridan con el vino, por cierto). Ahí va el primer nuevo sabor del que hoy os voy a hablar. Pasemos al segundo.
Si te parecía poco metálico el sabor que da la cantimplora, la taza también es de metal
Quizás hayáis oído hablar, sobre todo aquellos a los que os guste la cocina oriental, de un sabor conocido en Asia desde hace milenios y que aquí había pasado desapercibido hasta hace bien poco. Estoy hablando del umami, el sabor netamente distinto que comparten muchas algas, la salsa de soja, las pastillas Avecrem o el jugo Maggi. Es cierto que también son salados, pero comparten una nota diferente, presente en los encurtidos también. Es el sabor del glutamato monosódico (no os sorprendáis tanto, a fin de cuentas el salado es el sabor del cloruro sódico). Se detecta también fundamentalmente en el centro de la lengua, pero en este caso no a lo largo de toda ella sino en un punto más o menos grande que ocupa el centro geográfico de la misma. Bien, ya llevamos dos nuevos sabores. No paremos ahora, que llevamos buena marcha.
Por Internet circula este mapa de la lengua. Es el clásico con el umami añadido. Tardaremos más en ver uno con todos los sabores que os cuento hoy aquí pero, con suerte, llegará. Incluso a los libros de texto.
El tercer sabor del que os voy a hablar es el pungente. ¿Y eso que es, colega? Podría haber dicho que es el sabor picante, para que todo el mundo entendiera la palabra, pero entonces me diríais que eso no es un sabor, que es una sensación de dolor o de calor en la boca. Y tendríais bastante razón: por eso no lo he llamado picante sino pungente. Pero están muy relacionados. Me explico: en primer lugar, es verdad que si me paso con el picante me arde la boca y que eso no es un sabor sino dolor puro y duro. Tanto, que si me echo tabasco en una herida me arderá, y no tengo papilas gustativas en la herida. Pero si en la misma herida me echo sal o ácido cítrico también me arderá, y el salado y el ácido sí son sabores. Aquí ocurre lo mismo. Si me paso con el ácido en boca (por ejemplo si mastico un terrón grande de ácido cítrico de uso alimentario, como se le ocurrió hacer un día no muy lejano a vuestro humilde servidor) me va a doler mucho toda la boca al margen de sensaciones sápidas (es decir, de sabores, ya sabéis que soy un pedante, como buen sumiller). Eso mismo es lo que tenemos acostumbrado con el picante. Sin embargo, todos habréis tomado alguna vez pimientos de Padrón, "unos pican y otros non". Pues los que "non" siguen teniendo el mismo sabor, al margen del dolor, que los que sí pican. Ese sabor lo otorga la capsaicina, molécula presente en los pimientos (Capsicum en latín) que podemos detectar en cantidades tan pequeñas que no duelen pero sí saben. Y a ese sabor lo llamo, para distinguirlo de la sensación de dolor, pungente. Se detecta sobre todo en la puntísima de la lengua, incluso por delante del dulce, y es más frecuente de lo que pensáis en el mundo del vino, sobre todo en los vinos tintos que han pasado por barrica.
Pimientos de Padrón. No todos son picantes, pero sí todos son pungentes.
Para terminar, vamos a pensar una cuestión: ¿sabe igual la leche entera que la leche desnatada? "Nooooooooo" os oigo gritar desde vuestras casas y trabajos. Es verdad. ¿Si le añado azúcar a la leche desnatada sabe como la entera? "Noooooooooo" volvéis a gritar. ¿Y si le añado sal, o zumo de limón, o salsa de soja? "Que no, petardo" me replicáis. Y tenéis toda la razón del mundo. La diferencia de sabor se debe a que en el caso de la leche desnatada le han arrebatado, junto a la nata y sus calorías, el sabor graso. Además de una sensación táctil, la grasa proporciona un sabor diferente, detectable sobre todo en la parte final de la lengua, más allá del amargo. Es el sabor del tocino o de la mantequilla (sin sal ni azúcar) y también está presente en el jamón ibérico (junto a todos los demás sabores, el jamón ibérico los reúne todos, los ocho, es alucinante).
"¡¡Que no saben igual!!"
Bien, ahora que conocéis estos sabores (en un momento hemos duplicado el total de sabores que creíamos existían), lo que tenéis que hacer, os decía, al catar es fijaros en qué zonas de la lengua, una vez tragado el vino (o la cerveza o lo que sea) se han quedado más levantadas, más estimuladas, más pegajosas. De esa forma podréis hacer una descripción objetiva de la fase gustativa, sin dejaros llevar por las preferencias personales de cada uno (que si a mí me encanta el dulce, que si yo no lo soporto y adoro el amargo, que si tal que si cual). Id probando, veréis que interesante. Y os repito que, casi siempre, el ácido va a estar presente en el vino, sin que sea un defecto. Acordaos de no decir "ácido" sino "fresco", simplemente, y a todo el mundo le parecerá genial.
Hasta la próxima, abrazos a todos.
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