Me parece que con esta entrada terminaremos las nociones básicas de cata (las básicas, ojo, no todas ni mucho menos). Vamos a terminar la fase gustativa.
Habíamos visto en esta fase el mapa de la lengua, con los nuevos sabores que no nos contaron en el colegio, y ya teníamos claro que hay que beber despacio, mojar toda la boca con el bebercio y fijarse en qué zonas de ese mapa se quedan más pegajosas -y cuáles como si nada- para poder describir los sabores de la forma más objetiva posible. Muy bien.
Una vez tragado el bebercio de turno, otro aspecto en el que nos hemos de fijar es la persistencia. Se trata del tiempo que el sabor y los aromas nos duran en la boca cuando el líquido ya no está en ella. Si una bebida desaparece (organolépticamente hablando) de la boca nada más tragarla, como le ocurre al agua, estaremos ante una bebida de persistencia breve, una bebida poco persistente. Si, por contra, una vez tragada se mantiene en nuestras papilas gustativas y nuestra pituitaria un buen rato, incluso mientras hablamos o comemos, hablaremos de una bebida de persistencia larga, una bebida muy persistente. Por supuesto, entre ambas hay todo un gradiente de persistencias menos breves, medias y no muy largas.
Los franceses se inventaron el término "caudalías" para tratar de objetivizar el aspecto de la persistencia: una caudalía es un segundo durante el cual el sabor y el aroma persisten tras tragar. Así, un vino con muchas caudalías era un vino muy persistente. A mi juicio esto es, además de muy pedante, un disparate, pues el mismo vino y la misma persona darán diferentes caudalías en función de muchísimos parámetros, desde el tiempo que lleve servida la copa hasta lo borracho que vaya el comensal, pasando por los platos con los que esté maridando, si se habla mucho o poco, la temperatura de la habitación y de la botella, etc. Hay que tener en cuenta que la persistencia es un parámetro general y comparativo, no algo absoluto y puramente objetivo.
Otro aspecto importante al tener el vino o cualquier otro bebercio en la boca es la textura. Propiamente esto ya no sería fase gustativa, sino táctil, pero se suele encajonar aquí por no enredar más las cosas. El primer aspecto táctil que nos interesa es si el vino resulta untuoso o acuoso. En el primer caso nos envuelve la boca (así que también se habla de un vino envolvente): la recubre por completo formando una capa que perdura (también se puede decir que se trata de un vino graso, por comparación con las grasas y aceites, que recubren igualmente la boca). En este caso estaríamos ante un atributo positivo. Si, por contra, nos encontramos con un vino que no recubre la boca, hablamos de un vino acuoso (pues el agua no se queda en las paredes de la cavidad oral, sino que las recorre rápidamente). Un vino acuoso, poco envolvente, no suele ser tan deseable (aunque, como siempre, hay excepciones: si estoy en pleno verano en una terracita quizás no me apetezca un tinto denso sino un blanco suave y fresco que me limpie la boca en lugar de envolverla).
Otra cuestión táctil es si el vino resulta cremoso o áspero. Como habréis adivinado, lo primero es una virtud y lo segundo un defecto. Que ocurra de una forma u otra depende, como en el caso del amargor, de los taninos. Los taninos son unas moléculas que provienen tanto del hollejo de la uva cuanto de la madera de las barricas (así que, en principio, un vino con crianza será más tánico que uno joven). Si los taninos son agresivos, el vino resultará áspero, agresivo, como si masticásemos un plátano muy verde. Las papilas gustativas y toda la mucosa oral se levantan y parece que tenemos una lija en lugar de lengua. Si, en cambio, las taninos son cremosos, tendremos un vino suave, sedoso, muy agradable. No será un vino acuoso, sino envolvente, pero esa untuosidad no resultará agresiva, sino suave. Formidable, qué rico.
Por último y para cerrar todas estas nociones, el tema de la temperatura. Cualquier bebida hay que beberla a su temperatura adecuada, que varía mucho según cada caso. En alguna entrada posterior me centraré en especificar un rango de grados centígrados para diferentes bebercios, pero no quiero dejar de decir un par de conceptos generales aplicables a todo caso: en primer lugar, si la temperatura es demasiado baja, elimino valores organolépticos (es decir, que se perciben por los sentidos: aromas, sabores, texturas). Este es un truco habitual cuando nos quieren colar un vino defectuoso: lo enfrían y desaparecen los defectos, junto con las virtudes. Demasiado fríos, todos los vinos son prácticamente idénticos. Por eso un cava demasiado frío es un error, al final terminamos equiparando el lambrusco más ramplón con un Krug, y eso no debería ocurrir. Por otra parte, si la bebida está a demasiada temperatura resultará demasiado alcohólica, el etanol se hará muy evidente y enmascarará todos los demás atributos. Hay que tener en cuenta que el alcohol es volátil y con la temperatura se evapora llegando en primer lugar a la línea de meta (nuestras narices o bocas). Así pues, como ya opinara Aristóteles, en el justo medio es donde se encuentra la virtud. Ni muy fría la bebida (una manía que se tiene con las cervezas) ni muy caliente (otra manía, en este caso con los tintos).
Enhorabuena, ya sabéis las nociones básicas de cata. A partir de aquí, iremos profundizando. Gracias por vuestra atención.
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