Y, cerrando el discurso sobre la evolución del gusto, tenemos los sabores variables, toma ya.
Estos sabores son aquellos que en ocasiones nos apetecen y en otras nos desagradan. Veamos por qué, sabor a sabor.
Para empezar, el sabor salado. Para explicar la evolución de la capacidad de detección de este sabor os tengo que contar antes qué es la ósmosis, espero no liaros demasiado. Es una cuestión física que depende de cierto tipo de membranas, las llamadas membranas semipermeables. Este tipo de membranas dejan pasar el agua y algunos otros líquidos sin problemas, pero impiden el paso de los solutos, es decir, de las moléculas de mayor peso disueltas. De modo que si tengo sal, que no deja de ser cloruro de sodio (NaCl), disuelta en agua, la membrana permitirá que pase el agua libremente de un lado a otro pero retendrá las moléculas de sodio y de cloro que hay disueltas. ¿Me habéis entendido? Espero que sí. Bien, una vez entendida la membrana semipermeable, os preguntaréis ¿y dónde diantre hay esas membranas fuera de un laboratorio? Pues nuestro cuerpo está llenito de ellas, porque la membrana celular (la que rodea las células) es semipermeable.
Siguiente clave para entender la ósmosis: en nuestro mundo físico todo tiende al equilibrio, y eso también se aplica a las concentraciones de solutos de un medio líquido. Dicho de otra forma, si tengo un vaso de agua y disuelvo sal en él, las moléculas tenderán a repartirse uniformemente por todo el líquido. ¿Y qué pasa si no es un vaso de agua, sino mi cuerpo? Pues que si tengo mucha sal en el cuerpo, más de la que hay dentro de las células, tenderá a entrar dentro de ellas pero, como hay una membrana que lo impide, lo que ocurrirá es que saldrá agua del interior de la célula para intentar equilibrar los niveles. Si, por contra, hay poca sal en el cuerpo, las células se llenarán de agua por el mismo motivo. Conclusión: si me paso de sal las células se deshidratan y se mueren arrugaditas. Si me quedo corto se llenarán de agua hasta terminar explotando como un globo demasiado lleno (esto se denomina lisis celular). Lo deseable: el justo medio, como decía nuestro colega Aristóteles.
Ese justo medio es el que hace que unas veces nos apetezca sal y otras no. Si tengo poca en el cuerpo, me apetece. Si hay demasiada (o me falta agua y, por tanto, la concentración de sal en la que hay es mayor) no podré ni ver un salero. Bien, esto respecto al salado. Tened presente que hay más mecanismos fisiológicos implicados en el apetito de sal, como la llamada bomba Na-K, pero paso de liarla más, creo que con la ósmosis vais servidos.
Pasemos al umami. En realidad le pasa tres cuartos de lo mismo que al salado, solo que con un soluto distinto: en vez de cloruro sódico (sal), ahora es glutamato monosódico. Como veis, el sodio vuelve a estar en la ecuación, y por la misma razón que antes. Y también por la misma razón hemos desarrollado la capacidad de detectar el glutamato: para equilibrar los niveles osmóticos. Este sabor ha sido rapidito, afortunadamente después del rollo que he tenido que soltar para el salado. Si aquel lo entendisteis, este se rige por el mismo principio.
Y para terminar: el sabor metálico. Las moléculas metálicas pueden ser muy buenas o muy malas, dependiendo del metal y dependiendo de su concentración. Una de las más importantes es el hierro (Fe), vital para el transporte del oxígeno por la sangre (la hemoglobina tiene hierro en su estructura). Así que estamos en las mismas que antes: si me falta hierro, el cuerpo me lo pide. Si me sobra, me pide que me esté quietecito. Y yo, sin saber exactamente los mecanismos, de repente adoro sustancias más ricas en hierro o, por contra, no me apetecen nada.
Muy bien, con esto hemos terminado de contar la evolución del gusto. Espero que os haya resultado interesante, y os espero para la siguiente entrada. Un abrazo.
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