Zalacaín fue el primer restaurante de España en lograr las tres estrellas Michelin, allá por 1987; aunque desde 2015 no cuente ya con ninguna. Este detalle revela cómo el mundo de la cocina, igual que tantos otros, se mueve en gran medida por modas, por tendencias y por impulsos, y que quien no es rápido se queda desfasado y se puede hundir.
La misma cocina y el mismo servicio que le valieron la máxima distinción hace 30 años son los que hoy se siguen practicando, pero la guía considera que eso, actualmente, no les hace acreedores siquiera de detenerse a comer en sus salones. Los restaurantes de la estirpe de Zalacaín que había en la capital, es cierto, han ido cerrando sus puertas uno tras otro, muchas veces en concurso de acreedores, y los pocos que aguantan ven como su estrella (en este caso la Michelin) se apaga. Algo que indica que, como ya cantara Bob Dylan, los tiempos están cambiando. Para no extenderme mucho os dejo que leáis, si queréis, el artículo que Caius Apicius (el crítico gastronómico actual, no el de tiempos clásicos) escribió cuando la última estrella se le fue.
Actualización a 9 de noviembre de 2020: hablando de estrellas que se apagan y de concursos de acreedores, hace cuatro días formalizó Zalacaín su cierre y solicitó dicho concurso. Aguantó casi cinco décadas pese a los cambios, pero los cierres forzosos debidos a la pandemia han podido con él.
Ahí tenéis los cinco tenedores, máxima clasificación de un sistema que las estrellas Michelin relegaron prácticamente a la obsolescencia.
Desde el principio (1973) el establecimiento está en el mismo lugar, muy cerca del Museo de
Ciencias Naturales, en lo que parece ser una vivienda adecuada a servir
como restaurante, y en la que las distintas habitaciones se han
respetado a menudo para servir como comedores privados. Las estancias
están enmoquetadas, las paredes pintadas o empapeladas con colores nada
sobrios, y hay cuadros por doquier.
El acceso al restaurante. Por cierto, el nombre del restaurante está tomado, obviamente, del personaje barojiano.
Este bodegón recibe a los comensales nada más flanquear la puerta de entrada. Referencias enológicas en grandes formatos, pernil de jamón para cortar al momento, carro de quesos, un gran centro que, en menor formato, adorna asimismo todas las mesas... Una idea general de lo que vamos a encontrar.
Los detalles se cuidan mucho en este restaurante. Ya he comentado los centros de mesa, la moqueta o los cuadros, pero no queda ahí la cosa: la cubertería es toda de plata Meneses y la vajilla está diseñada en exclusiva por la firma luxemburguesa Villeroy & Boch. Las cocinas son gigantescas e, incluso, tienen su propio servicio de lavandería.
Esta es solo una parte de la cocina, y ya deja pequeñas a las de muchos restaurantes.
En fin, ya sabemos algo del lugar y de su historia; veamos ahora qué se puede comer. Ya os haréis una idea de que va a ser todo muy clásico y muy elaborado.
Ensalada de perdiz roja escabechada: la perdiz es de caza. La ensalada viene adornada con granos de granada, que dan un toque refrescante y crujiente a la vez.
Pequeño búcaro Don Pío: un búcaro es una vasija o jarra, y aquí tenemos uno chiquito y primorosamente decorado que contiene una plétora de ricas viandas: huevos de codorniz pochados, salmón ahumado, gelatina de consomé (que hace de matriz para sujetarlo todo y está riquísima) y, coronando el conjunto, caviar beluga, la variedad con mejor reputación del mundo. Este plato es todo un clásico del restaurante. Está delicioso, por supuesto, pero ¡atención! Él solito cuesta casi 50 pavos.
Bogavante con puntalette: puntalette es el nombre que recibe un tipo de pasta de sémola de trigo semejante en su forma al arroz. Aquí acompañan a la carne de bogavante, con fruta, flores comestibles y rodajas de trufa negra natural (Tuber melanosporum): una delicia. Cuidado, que son otros casi 50 pavetes: este plato y el anterior son los dos más caros de toda la carta.
Merluza a la plancha con tapenade: con salsa de pimiento asado y flor de calabacín. La materia prima es aquí la principal protagonista, por encima de la elaboración.
Llegamos a los postres, y sabéis que, donde cabe la oportunidad, prefiero deleitarme con el carro de quesos. Con mucho acierto, siendo un restaurante madrileño, han puesto el énfasis en los quesos españoles, maravillosos; la única concesión al extranjero son los dos quesos de pasta blanda, franceses (reblochon y brie). Los dos azules son asturianos (de Cabrales y de La Peral), y el resto me baila: con tanto salivar se me olvidó apuntarlos. Recuerdo un manchego con manteca y brandy espectacular, eso sí.
Otro clásico del restaurante: el soufflé caliente al Grand Marnier. En la foto apreciáis el momento en que se rocía con el licor encendido: se ven bien las llamas azules en torno al cucharón.
Café espresso y mignardises: como sabéis, el café me parece fundamental en un restaurante, pues es el cierre final, cuyo sabor nos llevaremos con nosotros. Aquí están a la altura, con un café molido al momento y elaborado en una cafetera LaSpaziale. Los dulces que acompañan también son muy agradables, particularmente el hojaldre.
Zalacaín
Jefe de cocina: Antonio Moraleja Moraleja
Álvarez de Baena 4, 28006, Madrid
+34 915 614 840
http://www.restaurantezalacain.com/
Menú "para conocer": 105,60 €
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