Ante esta circunstancia, se suelen dar cuatro situaciones bien definidas, a saber:
- Todos se miran un tanto azorados a ver si alguien se arranca, en lo que parece una eternidad, hasta que por compromiso le toca a alguien, normalmente quien está más cerca del sumiller.
- Está el típico listo que todo lo sabe y que, por supuesto, no faltaba más, lo va a hacer: parece que nos ha salvado de la vergüenza pero va y se pasa de frenada, haciendo aspavientos, glosando el vino, catándolo interminablemente y haciendo pasar corte a todo el personal.
- El apuro lleva a los comensales a empezar a hacer bromitas y chascarrillos acerca de las inutilidades de cada uno y, entre las bromas, van y le encasquetan a uno al azar el marrón.
- "No hace falta, sirva usted directamente" y nadie prueba el vino, que pasa raudo a las copas de todos.
Lo de probar el vino en el restaurante es una cuestión puramente protocolaria para que los comensales sepan que el vino que les han traído está en buenas condiciones, nada más. Es muy de agradecer, porque si nos traen un morapio zurraspero es justo en ese momento cuando se debe decir y, naturalmente, devolver sin coste alguno. Así pues, en ese instante no hay que catar (es decir, no hay que definir el vino y buscar virtudes) sino probar (solo vamos a comprobar que no sea defectuoso).
Puedo admitir que catar no sea lo más fácil del mundo y que requiera tiempo y dedicación, pero darse cuenta de que un vino está malo no es tan complicado. Además, si no nos damos cuenta es que no estaba tan malo, ¿verdad? Y si es un horror, qué suerte que lo hemos probado antes y no nos lo hemos tenido que beber.
En los mejores restaurantes será el propio sumiller quien lo cate por nosotros, y se espera de ella o de él que sean honestos y no nos lo empotren si no está en condiciones. En los restaurantes peorcillos nos servirán directamente, y no nos queda sino encomendarnos a la providencia. Es en los intermedios donde lo vamos a probar nosotros. ¿Y qué hay que hacer? Bastante sencillo:
- Antes de empezar, os aclaro que se trata de algo rápido, no queremos interrumpir la conversación ni entretener a los hambrientos y sedientos comensales. Así pues, restringimos a un par de pasos simples el proceso.
- Lo primero será oler, sin agitar ni nada, para comprobar que huele bien. No huele a vinagre, ni a alcantarilla, ni a huevos pochos, ni a establo, ni a pegamento... os hacéis una idea.
- Lo segundo es dar un buchito, dejarlo un momento en la boca y tragar, para comprobar que no sabe mal. No está pasado de acidez ni de tanicidad, no se nos arruga la cara, no cerramos los ojos fuertemente, no rasca al tragar... os volvéis a hacer una idea.
Y todo esto se hace sin alharacas ni números circenses, con naturalidad y en dos patadas, y quedamos tan ricamente, ahorramos incomodidades a los demás y nos aseguramos de que no nos hayan servido una mandanga disfrazada de vino.
Por cierto, si antes de ofreceros probar el vino os dejan el corcho al lado, recordad que eso ya lo hemos hablado en otra entrada, os animo a releerla.
Muchas gracias por vuestra atención. Espero que os haya sido útil la entradita o, al menos, entretenida. Besos y hasta mañana.
Me ha parecido muy didáctico tu recomendación. Como bien dices, llegado este momento (las pocas veces que uno puede permitirse el lujo de ir a un restaurante de este tipo), los presentes nos miramos con cara de vaca viendo pasar el tren. A partir de ahora me voy a lanzar yo a ser el catador, sin animo de parecer un listillo.
ResponderEliminar¡Gracias, José! Ya me contarás qué tal.
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