En 1992 el antropólogo y filósofo francés Marc Augé acuñó el término non-lieu ("no-lugar") para referirse a
"espacio[s] que no se puede[n] definir ni como identitario[s], ni como relacional[es], ni como histórico[s]".
Augé, M. (1992): Non-lieux, introduction à une anthropologie de la surmodernité. Le Seuil, París. Traducción propia.
¿Y todo este rollo? Un momento, que ya llegamos. ¿Cuáles son los no-lugares, pues? Aquellos en los que las personas no se relacionan, sino que están de paso, sin ser capaces de dejar de ser anónimos, esto es, de "apropiárselos".
Augé pone muchos ejemplos, desde campos de refugiados hasta estaciones de servicio, pasando por centros comerciales o aeropuertos. Sitios en los que uno está sin querer estar, por necesidad u obligación o conveniencia, pero sin ser más que uno más que pasa por allí y del que nadie se va a acordar.
Lo curioso es que 20 años después de la obra de Augé se realizó un estudio con adolescentes y su relación con los centros comerciales, y se vio que para ellos habían dejado de ser no-lugares: eran lugares a los que iban a propósito para relacionarse entre sí, con regularidad y por deseo propio, no por necesidad de comprar.
Eso respecto a la transformación de los centros comerciales. Pues bien, un servidor ha empezado a desarrollar un cambio parecido respecto a los aeropuertos. Me explico.
Si uno viaja en avión, tiene que ir a un aeropuerto: un lugar de colas, de prisas, de incomodidad y, sobre todo, de paso. Pero si el aeropuerto se toma la molestia de ofrecer algo interesante, puede resultar que uno aproveche y vaya antes para ver ese algo, y que vuelva en la siguiente ocasión posible, y que lo incorpore como lugar de destino y no solo de paso.
¿Y qué puede ser ese algo interesante? Pues pueden ser muchas cosas: obras de arte, objetos históricos, grandes acuarios, buenos bares...
También, de forma significativa, restaurantes. Y no me refiero a una hamburguesería de cualquier mega-cadena (esas vuelven a ser no-lugares, dentro o fuera del aeropuerto) sino restaurantes a los que uno quiera volver independientemente de si ha de tomar un vuelo. Pero dejadme mostraros antes un ejemplo de buen bar, que los mencioné más arriba:
Esta es una tendencia que vengo observando desde hace algún tiempo, y que me ha hecho, personalmente, incorporar los aeropuertos al plan de viaje: llegar con más tiempo, buscar la obra de arte, el antiguo avión expuesto, el acuario, la cervecería o el restaurante y disfrutarlo sin prisa, con atención; incluso cuando ya he llegado a destino.
Se convierte, así, en la primera o la última pieza de un viaje, en algo especial, y deja de ser un no-lugar.
En Bebercio hemos recalado en unos cuantos restaurantes de aeropuerto, algunos dignos de figurar con entrada propia: por ejemplo, Black Pearls en Zaventem, Bubbles en Schiphol o Kirei T4 en Barajas.
También hemos catado vinos y cervezas en buenos bares aeroportuarios, y cada vez más nos fijamos en qué sitios merecen en las distintas instalaciones que nos reciben al bajar del avión. El viaje se hace menos pesado y, el aeropuerto, menos hostil.
Confiemos en que sea una tendencia que haya llegado para quedarse.
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