"¿Y cómo vas a tirar el casoplón por el ventanuco, oh, ilustre sumiller?" os escucho clamar. Pues de un modo flipante, la verdad. He flipado de muy buen rollo, ahora os cuento:
Tenía yo por ahí rondando desde hace unos años una botelluca que llegó a mis manos a través de mil y un vericuetos, y de la que he logrado francamente poca información incluso en esta era de Internet, esa bola de cristal de la bruja piruja que permite saberlo todo al momento. Este es el vino:
Cerradito, con la compañía de Koch. 46 añitos, se dice pronto.
El nombre: Chateau Belair (así, sin circunflejo ni separación ni gaitas). La añada: 1971, échale. El elaborador: un tal Edouard Dubois Challon. La procedencia: Francia, AOC Saint-Émilion Grand Cru Classé. Saint-Émilion es una de nuestras denominaciones favoritas de siempre, y definitivamente un destino al que tenemos que ir cuanto antes. Pero eso es tema para otro momento.
Bien, ahí tenemos lo que sabemos. ¿Grado alcohólico? Ni idea. ¿Precio en su momento? Ni flores. ¿Precio ahora? Ni repajolera. Para colmo hay la torta de vinos que se llaman "Château Bel Air", y las búsquedas lo mezclan todo. Buscando el nombre del artífice solo he logrado averiguar que es uno de los responsables de que la AOC Ausone sea lo que es ahora (pero esa es otra AOC, claro). ¿He visto el vino en los Internetes? Sí, alguna botella hay, pero no termina de aportar ningún dato definitivo. Qué se le va a hacer.
"¿Y qué diantre sabemos, pues, sumiller cantamañanas?" Os vuelvo a escuchar clamar. Cómo sois. Pues lo que un sumiller tiene que saber tras pimplarse el vino: la cata. Y lo vais a flipar.
El chache ha contemplado el Paraíso con algunos vinos, pero en muy contadas ocasiones: tanto que se cuentan con los dedos de una sola mano. No quiero decir que no haya flipado con mogollón de vinos, claro que sí, y menos mal; no, lo que digo es irte al Cielo, al Edén, al Paraíso; todo con mayúscula y todo muy relativo a experiencias religiosas, que diría el primer Enrique Iglesias. Pues bien: en todas las ocasiones, aunque suene sobrao, Parker terminó cascándole a dichos vinos 100 puntejos. Y con el vino que hoy nos ocupa tenemos que incluir otro dedito, aunque no me parece a mí que Parker vaya a ponerse con un vino cuarentón (pero vaya usted a saber, que como a un servidor a él también le gusta el vino viejo).
Lo llevé al descorche al restaurante Volvoreta, donde ya hemos estado juntos, y el sumiller sudó tinta china para sacar el corcho sin que cayera ni una miguita. Pese a su habilidad (manifiesta) decantamos, que este vino lo agradece. Y al olerlo (con cierto recelo por si se había estropeado) me subí a los Cielos. Qué buen rollo cuando pasa eso. La boca confirmó lo que la nariz decía, y el buen humor no solo impregnó la comida, sino que impregna esta entrada y me va a acompañar los restos. Esa es la magia de una buena experiencia organoléptica, sea un gran vino, sea una gran cerveza, un gran whisky, unas grandes ostras, un gran jamón ibérico (y ya no como carne, pero lo recuerdo)...
La cuestión es que ahora esa magia continúa al compartirlo con vosotros. Disfrutad, que lo merece:
Chateau Belair 1971 [sic]
Edouard Dubois Challon
AOC Saint-Émilion Grand Cru Classé
¿%? (Seguramente 12,5 o 13%)
Catado el 9 de noviembre de 2017.
- Cereza (¡cereza! No es teja ni burdeos ni ningún otro color de evolución), sorprendentemente limpio y sorprendentemente cubierto (con el tiempo las sustancias colorantes, pesadas, decantan y se van al fondo, formando posos y haciendo que la capa sea más desvaída; este ha aguantado como un fiera). Ribete, eso sí, granate (lógico). Lágrima inexistente (nada de glicerol, que se evapora con los años).
- Intensidad aromática alta. Muy fragante, maravilloso: lo más llamativo, creedme, y es agradabilísimo, es la colección de hongos comestibles que despliega. El Boletus edulis es un clásico y está presente en varias catas que hemos hecho, así que no nos sorprende (aunque nos encanta, claro). Lo que sí sorprende es ese portobello (Agaricus brunnescens) salteado, cómo no, con vino tinto; también hay seta de cardo, chantarella, shiitake... Jo, qué pasada. Ya podéis ir adivinando un gran maridaje, claro: ¡setas! ¿Quién podría haberlo pensado? Sigo con los aromas, que la cosa es larga: caja de puros, carbón de encina, sándalo, crayón, cuero limpio y fragante... Por supuesto, también aromas de evolución: bosque umbrío, rosas marchitas... Y quedan aromas primarios presentes: cerezas, fresas, formidables violetas, monte bajo y un tomate maduro que se te hace la boca agua. Ahí tenéis más maridajes, claro.
- Tras esta flipante nariz, nos vamos a la fase gustativa: el ataque es suave, delicado; el paso muy fresco pero no agrio (cabría esperar que con tantos años la acidez estuviese disparada, pero nones); hay una formidable salinidad y gran umami (de nuevo se nos abren maridajes inesperados, como langostinos o centollo). En el paso también hay un gran metal. Jo. El final es, de nuevo, una sorpresa: dura mogollón, no se ha caído nada. Genial, qué contento estoy.
Al descorche en Volvoreta: el vino abierto sin percances, decantado y servido. Y disfrutado, por supuesto.
"¡Bebe vino! Largo tiempo has de dormir bajo la tierra sin mujer y sin amigo".
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